viernes, 26 de abril de 2013

PERFORMING PERFOPOETRY


Varios Autores, Perfopoesía. Sobre la poesía escénica y sus redes
El Cangrejo pistolero, 2012, Sevilla, 120 pág.

La publicación el pasado 2012 del volumen  Perfopoesía. Sobre la poesía escénica y sus redes significó la incursión de Cangrejo Pistolero, la editorial encabezada por Nuria Mezquita y Antonio García Villarán, en el campo del ensayo; tras más de media década de vida y un catálogo que ora atiende a los autores locales (los poemarios de Laura Rosal o de Javier Gato, por ejemplo) ora lo hace con los clásicos (el caso de Lovecraft o la próxima traducción de Una temporada en el infierno). Si tenemos en cuenta la conexión de ambos editores con el panorama perfopoético (organizando las sevillanas Noches del Cangrejo o dirigiendo el Festival de Perfopoesía de la misma ciudad andaluza), entonces es bastante coherente que hayan decidido dar el pistoletazo de salida a la colección abordando ese mismo asunto, como una evolución lógica de sus actividades (del hecho al dicho).


Sin duda, este es un libro interesante. Nadie puede negar que la perfopoesía es un fenómeno existente; ya sea como soplo de aire fresco en el rostro de la poesía (como reclaman los nueve autores del libro) o como edificio adjunto a la versificación. El propio García Villarán, en el ensayo introductorio, se encarga de demostrar que el fenómeno tiene una historia mínima, una escena y una nómina más o menos reconocible de perfopoetas. Pero también encontramos una aceptación parecida en libros relativos al circuito poético tradicional: Rodríguez-Gaona, un poeta que en su momento estuvo vinculado a la Residencia de Estudiantes de Madrid, en su libro Mejorando lo presente. Poesía española última: posmodernidad, humanismo y redes incluye en sus presupuestos generales de la lengua poética una partida para enunciar los “poetas performativos”, que comparten el mismo rango que los “neosociales” o los “neoesenciales”. También recientemente Raúl Díaz Rosales, en un artículo  a propósito de la poesía española joven en Quaderni Ibero Americani, hablaba de oxigenación del panorama poético, no solo en cuanto a temas se refiere, sino en cierta concepción multidisciplinar del poema. Esto acerca el ascua un poco más si cabe a la sardina perfopoética. Pero con ello quiero decir, básicamente, una cosa: que la reflexión sobre el tema no es desdeñable, sino necesaria.



Considerando el libro, obviamente hay un esfuerzo común implícito por alentar lo perfopoético, ciertos mínimos en los que los autores coinciden, pero afortunadamente el abordaje es diverso (comparativo en Eduardo Chivite, arqueológico en Javier Gato o sociológico en Nacho Montoto, etcétera) y se producen las divergencias necesarias para no hablar de publicación programática (aunque no podamos hablar de debate en lo mayúsculo). Si uno quiere saber cuáles son las ideas de este sector del panorama poético, indudablemente, esta publicación es una buena pista.


Sin embargo, personalmente, hay algunas ideas generales que atraviesan el libro con las que no estoy de acuerdo.

Tomemos, para comenzar, la definición que en el ensayo introductorio ofrece Antonio García Villarán del término perfopoesía: “escenificación del poema escrito, […] llevarla [a la poesía] fuera del papel o la pantalla usando los medios que se estimen más oportunos para ello”.
La definición, sencilla y acertada, me parece que es también compartida por el resto de los autores. Sin embargo, unas pocas páginas después, Villarán explica que cuando el poeta lleva los poemas al escenario “les da vida”. Más adelante, Gracia Iglesias Lodares habla en su ensayo del “olor a papel amarillento, a polvo y naftalina que evoca la tradición poética más conservadora”, o Javier Berger invoca la “buhardilla”, el “cigarrillo” y las “coderas” para referirse al acto poético clásico y continúa con la idea de una poesía “naftalínica” y “vetusta”. Por último, en el artículo que termina el volumen, Nuria Mezquita  habla de “libertad para el poeta y aire fresco para el espectador”. Según vemos, la imagen que se nos presenta de la poesía “negro sobre blanco”, recitada tal cual, sin aditivos, es algo peyorativa: menos vívida, menos fresca, menos libre y algo rancia. Es aquí donde empiezan mis desavenencias y donde, según mi opinión, podría tener lugar un interesante debate.


Efectivamente, el clásico recital de poesía en el que el autor se limita a leer su texto puede resultar soporífero. Pero, ¿a qué se debe esto? ¿Es este un problema de la poesía? Yo creo que no. Como muy bien indica Gracia Iglesias, que ante todo se considera “escritora en un sentido clásico”, recitar un poema, sin más ni menos, “destruye el concepto [del poema en sí mismo], porque no  ofrece el tiempo de lectura y asimilación que la poesía necesita, y al mismo tiempo roba al público la capacidad de proyectarse en el texto e intervenir en la creación del significado”. El problema de recitar poesía sin andamios no es un problema de obsolescencia, sino de género puro y duro: si entendemos la poesía (y por lo menos así la entiendo yo) como un acto de creación lingüística cuyo foco de atención reposa exactamente sobre el propio lenguaje (hacia él y desde él), entonces la lectura del poema simplemente lo impide. La percepción del poema por parte del lector (y su construcción en ese acto de percibirlo), como hemos leído, no es posible: al lector no solo le falta el tiempo de la percepción, donde los elementos cobran su función poética (por sí mismos y en su interrelación), sino que directamente carece de la dimensión visual del signo. Podemos, por ejemplo, en una lectura, escuchar un par de versos cuya estructura tenga la forma cruzada del quiasmo, pero sin su lectura no veremos jamás la dimensión gráfica de la figura: el goce estético y su significación quedan recortados, el poema se desmantela como unidad.


Quizá la poesía, en sí misma, sencillamente no está hecha para su representación sin riesgo de perder su identidad poética. Frente a este problema tenemos una solución: la perfopoesía. Pero estamos, por lo tanto, ante un fenómeno distinto, específico, que nace con la condición escénica. Si de alguna forma debe reivindicarse la perfopoesía es destacando sus propias características, su particular manera de operar estéticamente (en esta línea es muy interesante el texto de Óscar Martín Centeno, ‘Poética multimedia’), pero no midiéndola a la poesía escrita, ni achacando al verso en papel una supuesta vejez. Emplazar el verso escrito en el terreno escénico implica una previa desventaja si luego tratamos de suponerle ciertos valores, como quien saca un pez del agua y lo acusa por desfallecer. La poesía que es realmente vetusta, neftalínica y amarillenta lo es tanto en el proscenio como en el papel.
Mi segunda desavenencia tiene que ver con el concepto de performance, y está vinculado a lo anterior. Ciertamente tiene todo el sentido denominar performativo al acto artístico de llevar a escena la poesía impresa, pero a veces el libro deja adivinar la idea de que la poesía por sí sola carece de acción performativa. Y esto, en mi opinión nuevamente, no es así. La performatividad no es una propiedad privativa del cuerpo o el sonido: el lenguaje tiene sus formas de actuación, perfectamente performativas. Tímidamente lo avanzó Austin en su libro How to do things with words y más tarde consolidó esta idea Searle en Speech Acts. Hoy en día me parece imposible pensar en el funcionamiento de las figuras retóricas, en el acto intelectual y empático de la lectura o en el efecto semántico de una imagen poética si no es desde el punto de vista de la acción lingüística. La acentuación, la rima, la disposición sintáctica, entre muchos otros elementos, actúan en el poema escrito y provocan la descarga estética. Hay una performatividad en el lenguaje, y lo que hace la perfopoesía es introducir una dimensión distinta de lo performativo, más visible, más sonora si se quiere, pero ni mayor ni menor en términos de acción pura.


En tercer lugar y para terminar, en varias ocasiones se habla del origen de la poesía y se apela a los aedas o a los juglares (el texto de Javier Gato es un rastreo ejemplar), a una dimensión activa, musical, dramática, que está en el principio de la lírica. Pero no creo que debamos confundir origen cronológico con esencia. Como explica Roberto Calasso en La ruina de Kasch, la tradición no sirve para reivindicar el origen, sino para ocultar su ausencia.  Para bien o para mal, lo que hoy en día llamamos poesía se consolidó en un modelo impreso. Eso no significa que este modelo vaya a perdurar para siempre, ni que sea más legítimo. Pero la aparición (o reaparición) de nuevas prácticas poéticas no tiene porque eclipsar una definición de  género que parecía más o menos estable, que ocupaba un lugar. No creo que sea necesaria ninguna carrera tácita por la pureza de sangre. Tal y como están las cosas, hablemos de perfopoesía, sin más, como un pilar artístico nuevo. Y bienvenida sea.