domingo, 30 de octubre de 2011

CUERPO A CUERPO: ENFERMEDAD Y POESÍA EN LOIS PEREIRO

Lois Pereiro. Obra completa. Libros del silencio. 2011.


¿Quién no quiere enfermar?
Triángulo de Amor Bizarro



Dice Iago Martínez, periodista y autor de la reciente biografía Lois Pereiro. Vida e obra (Xerais, 2011), en un artículo del mes de abril en el Xornal de Galicia, que esta edición de O Dia das Letras Galegas dedicada a la figura del escritor de Monforte de Lemos “debería servir para rescatar al poeta del personaje en el que lleva instalado desde su muerte prematura y para conocer bien su obra”. Ciertamente, la calificación de poeta maldito aparece con demasiada facilidad para referirse a él, y hasta cierto punto es comprensible pensar que su obra ha quedado eclipsada por una iconografía abusiva: stencils con su rostro macilento; grupos que adaptan algún poema suyo sobre la drogadicción, sin que nos demos cuenta de que con esa selección estamos jerarquizando mucho, demasiado, la imagen poética de Pereiro; o biografías fascinadísimas por la personalidad del poeta. Sí, habemus Papa. Sin embargo, una lectura de su obra no termina de poner del todo en entredicho esta fenomenología: si bien la obra de Pereiro exige un tratamiento estrictamente literario, también es cierto que toda su poesía está embebida de cierto aire maldito, nos guste o no, por mucho que Eloy Fernández Porta diga —y con razón— que hoy  en día el ennui, el spleen, el tedio de marras, solamente lo experimenta algún profesor de secundaria en Manlleu.
         Lo maldito nos fascina. Nos fascina que Ian Curtis muriera tan joven o que Rimbaud abandonara la poesía para vivir peligrosamente. Pero las maldiciones, en realidad, no molan. Llevar una vida al límite para poder ver las cosas de un modo distinto a veces es un precio demasiado alto y estimarlo conlleva elevadas dosis de ingenuidad,  por mucho legado musical o literario que esa actitud suponga. La veracidad del sufrimiento en el sujeto maldito ha de ser inapelable para que su actitud no nos parezca la pose de un capullo. Hace poco Darren Arronofsky trataba colateralmente este tema en su película Cisne negro y volvía a colarnos la misma mentirijilla de siempre. La bailarina que protagoniza su historia pretende realizar una interpretación artística total, aunando la oscuridad y la luz de lo artístico, la disciplina apolínea y el furor dionisíaco, y sus escarceos con el lado oscuro ofrecían la terminación al uso: interpretación perfecta con muerte del artista. Arronofsky nos vuelve a recordar que la perfección apela al exceso, y el exceso a su vez, la pérdida del control, el éxtasis, comporta dos tarjetas amarillas y la expulsión del campo de juego. Pero hay una treta. Cuando el artista muere el cadáver queda oculto y el césped limpio, el público aplaude la jugada pero no se horroriza porque no hay sangre y es sublime. Pero qué hubiera pasado si, en vez de acabar con su propia vida: la opción menos jodida al fin y al cabo,  el furor dionisíaco hubiera llevado a Natalie Portman a cargarse a su colega Mila Kunis: entonces tendríamos un cadáver que el arte no hubiera desintegrado, ahí, ensuciando el camerino, y encima una artista peligrosa sobre las tablas. Eso sería lo terrible de verdad y el perfil realista del arte maldito. El artista maldito esconde el polvo y el sudor debajo del felpudo y pone los brazos en jarras para que se vea mejor la letra ese de superhombre que lleva en el pecho. Pero nadie dirá, en cambio, que los delitos de Farruquito o de Polanski son gajes del oficio artístico, sino crímenes. Según la maniobra de Arronofsky, el borracho es solo un bohemio y el yonki un artista del trapecio. Pero si Lois Pereiro (Monforte de Lemos 1958 – A Coruña 1998) no hubiera contraído el síndrome de la colza en el año 1981 y posteriormente el sida un par de años antes de su muerte, su talento hubiera permanecido igual de musculado. Sin embargo no fue así, desgraciadamente contrajo la colza y el sida, y estos marcaron enormemente toda su producción poética. Me gustaría abordar este texto tomando la enfermedad de Lois como un estado dado reelaborado semánticamente. Por supuesto, su disposición mental y sentimental quedaron decisivamente marcados por lo vírico, pero en el momento en que traspasan el umbral de lo poético debemos someterlos a un análisis principalmente literario. La enfermedad en la poesía, no la poesía de un enfermo. 

        Para tratar semánticamente la enfermedad, debemos hacer una última concesión referencial. La maldición en Pereiro, por lo menos la condenación física que significó el síndrome del aceite tóxico —la enfermedad de la colza— no fue una responsabilidad achacable al propio autor, sino al azar. Que Pereiro enfermara de colza es hasta cierto punto aleatorio, de modo que sus virtudes poéticas hay que buscarlas en la formalización poética, ni siquiera en la mera presencia semántica. Cuando Paul Verlaine en 1884 escribe su ensayo de crítica literaria Los poetas malditos, está manejando como antólogo  un criterio de tipo socioeconómico: son poetas malditos aquellos que, mereciéndolo, apenas han publicado todavía, cuando deberían haberlo hecho sobradamente a estas alturas. Pero hay un criterio más que, si bien no es explícito, subyace bajo la denominación de maudit: la enfermedad. En su primer libro de 1866, Poemas saturninos, Verlaine relacionaba el genio poético con la antigua teoría de los cuatro humores corporales (bilis, bilis negra, flema y sangre) y su vinculación astronómica, según la cual aquellos hombres nacidos bajo el símbolo de Saturno propenden a la secreción de bilis negra, a la melancolía, y a la afectación malsana del bazo o el hígado. Resumiendo, que la alteración corporal está asociada a la maldición. He aquí un componente semántico (la enfermedad como maldición que viene de las estrellas, de lo aleatorio) inscrito en los orígenes del ‘malditismo literario’, y que tiene que ver con la necesidad más que con la actitud. La primera poesía de Los Pereiro, la que está escrita entre 1975 y 1978 (y publicada póstumamente por Espiral Maior en 1997) está escrita implícitamente bajo el influjo de algunas de estas ideas: Pereiro había leído tempranamente a los simbolistas franceses. Años más tarde, en su dietario epistolar Conversación ultramarina, el propio Lois aludía con cierta ironía a ese estado melancólico: “la tristeza que se me acumula en el hígado al ver que no llamas”.


         Sus primeros poemas, escritos tras su llegada a Madrid en 1975 para estudiar Sociología, vieron la luz en la revista Loia, un fanzine publicado junto a otros gallegos estacionados en Madrid, y se recopilaron póstumamente en 1997 en el volumen Poemas para unha Loia. En ellos, la enfermedad semantiza todo el conjunto de dos formas distintas: como atmósfera sentimental y como transfiguración del cuerpo poético. Lois Pereiro confesó a su novia, Piedad Cabo, apenas un año antes, que no escribiría jamás en castellano, que publicaría un solo libro y que moriría joven. En realidad, fue una frase un tanto absurda. ¿Por qué ese pálpito? Cuando Lois tiene diecisiete años, en 1975, apenas hace un lustro que han muerte héroes culturales como Hendrix, Morrison o Joplin, que no pasaron de la veintena; y no tardarían demasiado en seguir sus pasos otros púberes como Ian Curtis o Sid Vicious. Además de sus lecturas simbolistas, donde el artista coquetea continuamente con las postrimerías, Pereiro crece entre la contracultura del rock psicodélico y el punk. Grupos de la época, The Doors o Pink Floyd, recuperan la predilección simbolista por el límite cognoscitivo, y los paladines del punk convierten la destrucción en un santo y seña. La promesa simbolista de lo eterno, de la percepción definitiva, comporta cierta tortura corporal. Mientras que el simbolismo francés donde dice digo quiere decir Diego, el simbolismo contracultural  escribe muerte para poder decir vida. Treat and trick. No hay que tomárselo demasiado a pecho y, más que nada, se trata de un simple horizonte cultural, olor que llega desde la cocina. ¿Qué consecuencias tiene en el poema?  La ruptura de cierta geometría elemental: sustitución del poema como cuerpo armonizante y armonizado por una estética general de la fragmentación. La influencia del cine y el cómic como artes del fragmento ilusionado, la recuperación del collage por parte de las literaturas y el cine experimentales, la desestabilización de unidades sociales indivisibles como la lengua (Pereiro combina idiomas sin problema o viola la sintaxis como rey en la prima notte) o la familia (dardeada en ‘Hijos’ o como crítica a la figura paterna en ‘Donald Barthelme Donald Barthelme’) o el lenguaje del striptease como desguace corporal erótico en ‘Dyn-Amo y Steve Dwoskin’. Pero si la melancolía es necesaria para el mood decadentista, el solar y la ruina en Pereiro son herramientas empuñadas con vitalidad y convencimiento.

         En su segunda recopilación y primer libro publicado en 1992, Poemas 1981-1991, su poesía se estabiliza en cierto modo. Pereiro contrae la colza y todos los recursos de su poesía languidecen un poco, o por lo menos se reordenan en una misma dirección. De repente, sus versos quedan hipertrofiados de ecos culturales a la enfermedad. Se ha dicho que por entonces fue decisiva la influencia de toda una literatura zombi, la centroeuropea de Bernhard, Celan y Handke, donde los poetas, siguiendo el verso de Celan, “estábamos muertos  y podíamos respirar”. Es cierto que hay una mayor carga de imágenes expresionistas (es ejemplar ‘En Góo’), pero los poemas pierden el puño que esquirla y regresan a una narratividad más plácida, con un ritmo que bebe de los gerundios y la composición de T. S. Eliot. Permanecen ciertos juegos formales (‘En doce versos falsos’) o las alusiones al cine y la música contraculturales, pero semánticamente este segundo libro tal vez sea el menos interesante. Con Panero, Bernhard y todo el arsenal simbolista como figuras principales del santoral, Pereiro nos presenta un libro presidido por una oposición básica: la violencia del cuerpo retraído versus la violencia del cuerpo expansivo: “y duermo / en el desastre”, “pues la demolición / es el hierro que nos desarma”, etcétera.  Del otro lado, la “Carne de lujo” o “esa atmósfera ardiente y muscular”. De este modo, el libro queda demasiado impedido por la tiranía semántica de la enfermedad, pero respira lo suficiente como para sintetizarlo intensamente en un solo motivo estético. Nunca sabremos si Pereiro no pudo contenerse ante toda una tópica retenida en su erudición poética o si fue una formulación deliberada del exorcismo.  


         El último libro de Lois, Poesía última de amor y enfermedad, que ve la luz en 1995, es sorprendente y se lee bien en combinación con su dietario Conversación ultramarina. Pereiro acaba de contraer el sida, su salud ha empeorado y conoce cuál es su destino inmediato. Las circunstancias vitales del poeta son obscenas y la primera persona se impone. Lois habla de su estado y su expresión se vuelve clara, emocionada pero segura. Poesía última es sorprendente, decía, porque junto a las urgencias de la primera persona del singular el autor adopta una actitud analítica para consigo, distanciada. A las puertas de la muerte, Pereiro teoriza sobre sí mismo. A la manera de Dante en su Vida nueva, acompaña cada poema con comentarios que lo adelgazan: Lois no parece sentir la fuerza de la gravedad del enfermo, sobrevuela su destino. Él es sujeto, pero también objeto, y esa distancia es todo un triunfo, el triunfo de quien se conoce, superación de la necesidad para hacer con su vida lo que le place. Con toda la retranca en su haber, escribe: “Debe ser que estoy muerto / y esa sería la causa / de que ahora me vea desde arriba / a cuatro o cinco metros de distancia / de mi propia vida”. En su libro sobre la psicogénesis del chiste, hablaba Freud del humor como fuerza liberadora capaz de aplacar tendencias coercitivas como puede ser el miedo a la muerte. Pereiro va más allá, ironiza y homenajea al cine que tanto significó en su vida: 1950, la voz en off de William Holden, por encima de su cadáver flotante, en Sunset Boulevard. La voz de Lois Pereiro, su literatura, elevándose por encima de su cuerpo y diciéndole a la muerte: “¡¿Me escuchas?! ¡Fuck off!”. 

Publicado originalmente en la revista Quimera, 331 (http://www.revistaquimera.com/detalleRevista.php?idRevista=58)
         

         






     

miércoles, 26 de octubre de 2011

¿DÓNDE SE REÚNE ARTHUR CRAVAN? EN CHEZ JOURDAN


Arthur Cravan. Maintenant. El Olivo Azul. 2009. 


«Si quieres iremos en aeroplano  y volaremos / al país de los mil lagos, / Las noches allí son desmesuradamente largas / El ancestro prehistórico tendrá miedo de mi motor / Aterrizaré / Y construiré un hangar para mi avión con los huesos / fósiles de mamut».  Así rezan algunos de los versos  de Prosa del Transiberiano de 1913, obra de Frédéric Sauser Hall, aka Blaise Cendrars.

«El navío provocante de la Compañía Inglesa / Me vio tomar asiento a bordo terriblemente excitado, / Y muy feliz del confort del hermoso navío de turbinas / Así como de la instalación eléctrica, / Iluminando a chorros el trepidante camarote». Así suenan los versos de Silbato, el poema que inaugura el primer número de la revista Maintenant en 1912. Se los debemos a un tal Fabián Avenarius Lloyd, aka Arthur Cravan, mitad english garden mitad jardin français.

Estamos en 1912, París es la cocina de la primera hornada de vanguardias y Le Figaro un púlpito marinettista. Ese mismo año se publica el Manifiesto técnico de la literatura futurista, que arranca con palabras retadoras que refulgen con igual fuerza en Cravan o Cendrars: «En aeroplano, sentado en el depósito de la gasolina, calentado el vientre por la cabeza del aviador, sentí la inanidad ridícula de la vieja sintaxis heredada de Homero. […] Esto me dijo la hélice de la turbina, mientras iba disparado a doscientos metros sobre las poderosas chimeneas de Milán». Hexámetros aparte, la sintonía epocal es clara: la máquina como seducción, una ética erótica del metal. La excitación terrible por el hermoso navío que sintiera Cravan, el calorcito en el vientre de Marinetti, he aquí la inspiración para los apretones metalúrgicos del Crash de David Cronenberg. Pero seamos concretos: ¿por qué esa apología del cyborg?
               
          La atracción de Arthur Cravan por liarse el hatillo y tomar un barco en Le Havre para Nueva York, de ser un barco en Le Havre hacia Nueva York, está estrechamente ligada a su voluntad de vivir múltiples vidas.  La máquina («Con la industria, / en una audaz modernidad») es la asunción de una superación biológica, de la derrota del fatum del tiempo  y del esfuerzo empleados durante siglos para desplazarse o producir. El homo faber engrandece al hombre y ensancha sus destinos. Esa voluntad de superar lo dado, la condición más terrena –¡poder volar!–, implica una provocación ecológica, una desestabilización que reordena nuestras relaciones perceptivas y productivas con el mundo. Para ser un artista hay que ser, en el fondo, un provocador, reordenar lo que se daba. En 1912 había que amar las máquinas. Pues bien, los cinco números que publica Arthur Cravan de la revista Maintenant entre esa fecha y 1915, advenida ya la segunda oleada de vanguardias,  constituyen un verdadero breviario  sobre la provocación.

En poco más de sesenta páginas escritas enteramente por él, Cravan, que decíase pariente de Wilde, embalsama al célebre aforista y lo regresa de entre los muertos; ejecuta un socarrón ejercicio de mofa y befa  contra el mismísimo André Gide (vengando a su duelo inglés, pues Gide jamás favoreciera a Wilde en su juicio por homosexualidad; y vengando sin quererlo a otro con iguales preferencias, Proust, cuya Recherche rechazara Gide como lector de Gallimard); ridiculiza al ilustre sector de los Salons con un repaso exhaustivo a todas las facetas del cubismo  y sus aledaños; o se dedica a ensayar nuevas formas para el discurso publicitario («Dónde se reúnen los poetas?... Los chulos?... Los boxeadores?... Chez Jourdan»).

Antes de morir a los  treinta y uno en el Golfo de México, donde se ahogaría Hart Crane un tiempo después, Cravan todavía tuvo tiempo de emprender una carrera como boxeador o de emitir los primeros relinchos del caballito dadá. Tela. Como nos cuenta muy bien el prólogo de la edición, en su última conferencia Cravan descerrajó algunos tiros y se lió a mamporros con los artistas asistentes, sesión previa de las performaciones de Hugo Ball en el Cabaret Voltaire. Y si no lo creen, lean el poema anexionado al final del libro y fechado en 1917, un año antes del Manifiesto Dada, y luego dense una vuelta por el Hombre aproximativo de Tristan Tzara. Las conclusiones saltan a la vista.

En suma, un buen trabajo de arqueología editorial que acerca al lector en castellano  uno de los mayores héroes del vanguardismo internacional.


 Publicado originalmente en  http://www.barcelonareview.com/71/s_resen.html

lunes, 24 de octubre de 2011

ENTRE HENNDORF Y THALGAU: TRES POEMARIOS DE THOMAS BERNHARD

Thomas Bernhard. Así en la tierra como en el Infierno. Ave Virgilio. Los locos Los reclusos.
La Uña Rota, 2010. Traducción de Miguel Sáenz. 


Imaginemos un lector de Thomas Bernhard. Un lector que hubiera leído todo Bernhard. Imaginemos que este lector realmente es un gran fan de Thomas Bernhard. Que leyó a Bernhard en muy poco tiempo, casi nada. Supongamos que este lector se llama, por ponerle un nombre, Moisés. Entonces resulta que Moisés, el devorador, descubre un día que su dieta es carnívora, que no se ha zampado, en realidad, todo Bernhard, todavía le faltan unas pocas obras más para ser ese lector omnívoro de Thomas Bernhard. Imaginemos a Moisés en la librería, con la nueva edición de La Uña Rota dedicada a la poesía de Thomas Benrhard. Moisés lee BERNHARD en la cubierta y dice joder, un nuevo libro de Thomas Bernhard. Pero es un libro de POESÍA. Jo-der.

Tratemos de darle ánimos a nuestro querido Moisés, lector amigable y aleatorio, para que su admiración no decaiga.

La editorial segoviana La Uña Rota, la misma que rescató no hace demasiado un divertido inédito de Perec, vuelve a sacar bola otra vez y mete un pedazo de triple in his face a los imperativos de la edición: publica los inéditos Así en la tierra como en el infierno y Los locos Los reclusos (originalmente publicados en 1957 y en 1962) y reedita Ave Virgilio (un libro de 1960 que vio la luz española allá por los 80 y que ahora vuelve en traducción revisada). Escudan las tres composiciones una conferencia pronunciada por el propio Bernhard en 1954, con motivo del centenario de Rimbaud: Aquel hombre azotado por tempestades, y un texto muy breve de una autora habitual en La Uña Rota, Pilar Campos Gallego, sobre su experiencia como lectora del austríaco. Con esas tres publicaciones, la fulgurante trayectoria poética de Bernhard queda saldada —si tenemos en cuenta que ya DVD había editado conjuntamente sus dos libros de 1958: In hora mortis y Bajo el hierro de la luna— y abonado el terreno para la terrible prosa que vendrá después, a partir de los sesenta.

Esta idea, la del terreno de cultivo, es la perdiz mareada en el debate (oculto, por otra parte) sobre la importancia de la poesía bernhardiana en su obra posterior. ¿Poesía seminal o espalderas de calentamiento para la gelidez venidera? Ah, amigos. Me sumo con bastante comodidad a lo que dijo Miguel Sáenz, traductor, en el prólogo a la edición de DVD: «Thomas Bernhard no revoluciona la poesía al modo de un Celan o una Bachmann: utiliza, reorganizándolos, materiales que recibe.» En este sentido, la lectura de Así en la tierra como en el infierno y de la conferencia sobre Rimbaud son de gran ayuda para pensar en su poesía como reorganización de materiales.

En efecto, Bernhard recibe durante los años 40 y 50 una gran cantidad de influencias. La lectura de los salmos de In hora mortis ya había permitido al lector en español advertir la importancia, por lo menos retórica, de la religiosidad. Este motivo lo conecta directamente con Trakl, compatriota cuyos versos también vienen repletos de biblias y misales. De Trakl heredará también la atención por la inminencia de la muerte (no en vano aquél moriría a los 27) y el uso sabio de paisajes expresionistas. La publicación en 1988 de Ave Virgilio había dado cuenta ya —palabras del propio Bernhard— de intereses más modernos: Alberti, Guillén, Eliot, Pound, Valéry, Éluard o la impronta desazonadora de Vallejo. Por la lectura evidentísima de Trakl podíamos aventurar ciertos coqueteos con Rimbaud, a quien Trakl leyó muy joven, pero es gracias al texto de la conferencia que podemos leer a Bernhard con nuevos ojos: el autor conoce a la perfección la vida del francés y algunos de los fragmentos de su obra se reordenan de modo distinto así leídos, comenzando por esa apelación al infierno del título que recuerda la saison del francés y que, de otro modo, remitiríamos solamente al Padrenuestro. A todo esto hay que añadir la influencia, anotada por Saénz, de la poeta austríaca Christine Lavant: prematuramente enferma como él, que comenzó la publicación de su poesía apenas seis años antes y cuyos versos contienen una oscuridad y una imaginería rural que fácilmente se reconoce en Bernhard.

Hasta aquí Moisés, los materiales de aluvión. Pero no es este el motivo para leer este libro. Hay una rebeldía de fondo que deja atrás sus referentes y nos brinda un primer asomo de genialidad. Nuevamente con Saénz: «la poesía de Bernhard, destaca por su inspiración profundamente enraizada en la vida». En Así en la tierra como en el infierno adivinamos la patita del simbolismo, la patita del expresionismo, la patita de la locura romántica que prefiguran los astros, y un largo etcétera, pero impera la focalización en lo cotidiano, en el campo, en los arbustos, en la leche, en las vacas, en la manteca y el tocino, en los cubos que sacan agua del pozo. A Bernhard no le duele Saturno ni el lector se cansa con evocaciones simbólicas —por mucho que diga aquello de Detrás de los árboles hay otro mundo—, no; su dolor está en la tierra, en los zapatos, en los delantales, en los campesinos. Dolor por lo que debería ser querencia pero es dolor, y que tan bien explica la parte final del poemario: Retorno a un amor. El dolor genuino por el árbol desmochado, el dolor siempre tan comprensible de la pérdida, la atracción repulsiva de la Austria sometida por la Anschluss, por lo que tendría que haber sido pero no fue. «Entre Henndorf y Thalgau, / Seekirchen y Köstendorf,» en la tierra de sus padres.

Moisés, después de esto llegará el aprendizaje. El alejamiento.

Publicado originalmente en Revista de Letras: http://www.revistadeletras.net/entre-henndorf-y-thalgau-tres-poemarios-de-thomas-bernhard/