sábado, 12 de noviembre de 2011

MARCHANDO UNA DE KINGPIN

Punisher MAX: Kingpin. Guión de Jason Aaron, dibujo de Steve Dillon, color de Matt Hollingsworth. Panini. 2011.



Se cumple poco más de una década (corría el 2000 en los USA) desde que Garth Ennis rescatara la serie de Punisher de una existencia anodina y caramelizada, para explosionarlo mediante dosis de violencia hiperbólica y humor negro. La llegada de Jason Aaron (Alabama, 1973) como guionista (el pasado 2010, y que ahora llega a España con Panini, si bien en USA lleva ya 17 números por el momento) y su primera publicación para la serie, Punisher MAX: Kingpin, nos demuestra que los enérgicos parámetros instaurados por Ennis se mantienen. Solamente hay que ver quién acompaña a Aaron a los lápices: ni más ni menos que Steve Dillon, escudero de Ennis en sus mayores aventuras (Predicador, Hellblazer…).
La historia que nos plantea Aaron significa varias cosas: por un lado, recuperar para la serie Punisher MAX a uno de los villanos más entrañables del paisaje Marvel, con quien el personaje ya había tenido célebres enfrentamientos a finales de los 80; y por otro, dar un paso más allá de Ennis en la construcción de los argumentos, sin por ello dejar de rendir homenaje al guionista norirlandés a  modo de rito de paso.
Punisher MAX: Kingpin reescribe la historia de Wilson Fisk, alias Kingpin, rey absoluto del crimen, entrecruzando la ascensión de Fisk al trono criminal con la aparición de Frank Castle, el veterano de guerra convertido en Punisher tras la muerte de su esposa e hijos a manos de la mafia. Aaron le toma muy bien el pulso al Castle de Ennis ya desde las primeras páginas, donde la crueldad del antihéroe queda fuera de toda duda y explicación, o en las muertes de los sicarios y mafiosos de medio pelo, que  constituyen todo un catálogo de muertes y lesiones alocadas desde que el Punisher de Ennis se cargara a los hijos de Ma Gnucci en su primer contacto con el personaje. Lo que constituye, a mi juicio, el homenaje mayor a esa etapa desbocada es la pelea que inventa Aaron entre Castle y una especie de sicario amish, con participación de un carruaje de caballos y festival de vísceras, y cuyo enfrentamiento final recuerda mucho a la primera pelea de Castle con El Ruso.


La principal novedad que supone esta nueva etapa (el volumen de Panini recopila Punisher MAX: Kingpin 1-5#) es el abandono de los arcos argumentales marcadamente lúdicos para reflexionar, por lo menos esta vez, acerca de la construcción del mito. Si bien Ennis ya había incursionado en ese terreno en Punisher MAX: Born, el tratamiento de Ennis puede entenderse más bien como reflexión sobre la psicología del mal en Frank Castle. De lo contrario, Aaron parece interesarse por la naturaleza constructiva de cierta idea de superhéroe. En ese sentido la lucha Kingpin-Punisher se produciría en dos niveles: el de la historia, obediencia a cierta tradición del enfrentamiento entre héroe-villano, y como disquisición paralela acerca de cómo están construidos ambos modelos, la pelea viñeta a viñeta por construir una identidad imperecedera.


Revisitar viejas historias y versionar sus cimientos es inevitable si tenemos en cuenta que la casa de las ideas lleva más de medio siglo narrando las aventuras de los mismos personajes. Pero una cosa es reformar el baño (la avalancha Ultimate o un caso concreto como Lobezno: Origen) y otra muy distinta cuestionar dónde hay que ubicar el bidé y si todavía es necesario. Aquí el bidé son Kingpin y Punisher y su historia una meditación violenta sobre las propiedades del gres y los metales cromados. La trama de Aaron es la siguiente: en el mundo criminal, Kingpin es una leyenda o por lo menos una figura espectral. Se dice que lo controla todo, desde las finanzas hasta los trapicheos de los bajos fondos. Todos hablan de él, pero nadie lo ha visto. Ante esta situación, Wilson Fisk, un matón de medio pelo que tiene una masa muscular que acoquina y un pasado traumático que no se queda atrás, decide ocupar ese vacío mítico y convertirse en Kingpin. A la etiqueta que dice 15.000 gramos de carne sin picar, Wilson Fisk decide ponerle bulto y color. Y esa estrategia intradiegética nos lleva a una interesante reflexión sobre la naturaleza del superhéroe como resorte narrativo, como pin intercambiable generación tras generación, que funciona en la mente de autores y lectores década tras década, y que esta vez es llevado hasta el interior de la viñeta. 


Aaron decide meter al anónimo Wilson Fisk en la piel de Kingpin porque ese es el movimiento del mito, un lugar común reconocible en el que todos podemos concretarnos, un aspirador de última generación que no hace ruido y reclama periódicas absorciones. Y que Fisk sea algo así como un pringado no es baladí. El interior de la naturaleza mítica es una construcción porque el mito como referente asombroso es una entelequia que no se sostiene por sí misma. Kingpin o Punisher no tienen ningún poder, no tienen la fuerza del Juggernaut ni la agilidad chistosa de Peter Parker, que resultan valores superheroicos en sí mismos. Punisher es el humano demasiado humano que concibe lo magnífico y lo construye: la narrativa interior de Castle (esas voces monologales que acompañan la descarga de munición y que comentan la acción en tiempo real) expresa esa naturaleza autoconstructiva, así como el uso de poderes que o bien no tienen nada del otro mundo (Castle es puro músculo entrenado en el ejército y una suerte que te cagas para que la Marvel pueda seguir publicando un próximo episodio) o son pura razón instrumental (de la Uzi al lanzallamas). El Kingpin de Aaron se inscribe en esa liga de los pringuis que quieren ser como Supermán por sus cojones, como el personaje de Millar en Kick Ass. Kingpin como villano hecho a sí mismo, como humanidad que se proyecta en las estrellas que ha fabricado el cine. El Kingpin de Aaron es Javier Cámara ante el espejo jugando a ser Travis Bickle en Taxi Driver. Kingpin jugando a ser Kingpin y de repente consiguiéndolo a fuerza de astucia y bíceps, porque no existe la telekinesia, ni la picadura de la araña ni los implantes de adamantio, solo el curro y el trabajo y el oficio del ladrillo. Eso es el mito. Y mola.


Veamos dos ejemplos de esto en el cómic. Uno a través del uso de una viñeta y otro mediante la composición de la página. Hacia el final del primer número del volumen, vemos una viñeta en donde aparece Fisk de espaldas, mirando por la ventana mientras habla por teléfono y recibe órdenes. Esta escena aparentemente es transitiva, banal, pero no. Es indicativo que al volver la página nos demos de bruces con una ilustración a toda página con la cara de Fisk, y con el título del segundo episodio: Kingpin. Fisk de espaldas, Kingpin frontalmente. Ese giro es un movimiento significativo y por ello está situado a caballo entre dos episodios, como evolución estructural. Lo interesante de esa viñeta es el diálogo que establece con el lector a través de una iconografía predispuesta: una de las imágenes típica del rey del crimen es la envergadura de su cuerpo en traje blanco y con bastón rematado en diamante, en lo alto de la torre Fisk (desde donde preside su imperio económico), fija la mirada en la ciudad que se despliega a sus pies, a través de las paredes acristaladas. Esa estampa que el lector maneja entra en tensión inmediatamente con la viñeta de Aaron/Dillon. Fisk en vez de Kingpin, camiseta negra en vez del traje de etiqueta, ventana convencional con cortina en lugar del cristal lavada una vez por semana en el piso 44. La visión del skyline neoyorkino es clara: la mirada de Fisk queda por debajo de los edificios, el paisaje actua de modo metonímico para referirse a un poder en ciernes. Una viñeta decisiva que funciona narrativamente en la historia a la vez  que cuestiona la representación tradicional de Kingpin. Ahora resulta que el poder no se da ni se recibe,  se alcanza. Es interesante ver, también, cómo Dillon juega con el volumen del cuerpo de Fisk, donde su espalda o su cabeza generalmente ocupan todo el espacio concedido por el marco. Se trata de un recurso heredado por décadas de figuración del personaje, pero que en este nuevo contexto posmítico nos habla de la ocupación del poder, que toda toma de poder tiene poco de sagrado y mucho de violencia  posteriormente sublimada.


  


El segundo ejemplo es interesante por el uso que Dillon hace de la composición simétrica para reforzar la oposición (y a la vez el paralelismo) entre Castle y Fisk como  variantes de un mismo modelo de construcción mítica. Se trata de una página del segundo número, dividida en 6 viñetas en las que vemos cómo ambos personajes tratan, sucesivamente, con un grupo de prostitutas. Tanto Fisk como Castle las sobornan para poder difundir u obtener información. Así, la versión de los hechos míticos se reduce a un mero negocio de poder a cambio de discurso. El poder de Punisher y el de Kingpin proviene, como decía, de la elaboración estratégica, de la suma continua e inteligente de viñetas que lleva finalmente al dibujo impactante de la portada, lugar mítico por posición.


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